Cuando yo era chico me encantaban los circos, y lo que más me gustaba
de los circos eran los animales. También a mí como a otros, después me enteré,
me llamaba la atención el elefante. Durante la función, la enorme bestia hacía
despliegue de peso, tamaño y fuerza descomunal… pero después de su actuación y
hasta un rato antes de volver al escenario, el elefante quedaba sujeto
solamente por una cadena que aprisionaba una de sus patas a una pequeña estaca
clavada en el suelo. Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de
madera apenas enterrado unos centímetros en la tierra. Y aunque la cadena era
gruesa y poderosa, me parecía obvio que ese animal capaz de arrancar un árbol
de tajo con su propia fuerza, podría, con facilidad, arrancar la estaca y huir.
El misterio es evidente: ¿Qué lo mantiene entonces? ¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, pregunté a algún maestro, a mi padre o a algún
tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no
se escapaba porque estaba amaestrado. Hice entonces la pregunta obvia: Si está
amaestrado, ¿por qué lo encadenan? No recuerdo haber recibido ninguna respuesta
coherente. Con el tiempo me olvidé del misterio del elefante y la estaca… y
sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho la
misma pregunta.
Hace algunos años descubrí que por suerte para mí alguien había sido lo
bastante sabio como para encontrar la respuesta: “El elefante del circo no
escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy pequeño”.
Cerré los ojos y me imaginé al pequeño recién nacido sujeto a la estaca. Estoy
seguro de que en aquel momento el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de
soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo no pudo. La estaca era ciertamente muy
fuerte para él. Juraría que se durmió agotado y que al día siguiente volvía a
probar, y también al otro y al que seguía… hasta que un día, un terrible día
para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Este elefante enorme y poderoso no escapa porque cree que no puede. Él tiene
registro y recuerdo de su impotencia, de aquélla impotencia que se siente poco
después de nacer. Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese
registro. Jamás… Jamás… intentó poner a prueba su fuerza otra vez… Cada uno de
nosotros somos un poco como ese elefante: vamos por el mundo atados a cientos
de estacas que nos restan libertad. Vivimos creyendo que un montón de cosas “no
podemos hacer” simplemente porque alguna vez probamos y no pudimos. Grabamos en
nuestro recuerdo “no puedo… no puedo y nunca podré”, perdiendo una de las
mayores bendiciones con que puede contar un ser humano: la fe.
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