En la selva
amazónica, la primera mujer y el primer hombre se miraron con curiosidad. Era
raro lo que tenían entre las piernas.
—¿Te han
cortado?— preguntó el hombre.
—No —dijo
ella—. Siempre he sido así.
Él la
examinó de cerca. Se rascó la cabeza. Allí había una llaga abierta. Y dijo:
—No comas
yuca, ni plátanos, ni ninguna fruta que se raje al madurar. Yo te curaré.
Échate en la hamaca y descansa.
Ella
obedeció. Con paciencia tragó los menjunjes de hierbas y se dejó aplicar las
pomadas y los ungüentos. Tenía que apretar los dientes para no reírse, cuando
él le decía: —no te preocupes.
El juego le
gustaba, aunque ya empezaba a cansarse de vivir en ayunas y tendida en una
hamaca. La memoria de las frutas le hacía agua la boca.
Una tarde,
el hombre llegó corriendo a través de la floresta. Daba saltos de euforia y
gritaba: —¡lo encontré!, ¡lo encontré!
Acababa de
ver al mono curando a la mona en la copa de un árbol.
—Es así —dijo
el hombre, aproximándose a la mujer.
Cuando
terminó el largo abrazo, un aroma espeso, de flores y frutas, invadió el aire.
De los cuerpos, que yacían juntos, se desprendían vapores y fulgores jamás
vistos, y era tanta su hermosura que se morían de vergüenza los soles y los
dioses.
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